viernes, 2 de diciembre de 2011

Dicen.

Dicen por ahí que estoy sano. Lo dijo un psicólogo. Lo dijo un amigo. Lo dijo mi madre. Lo dije yo... Pero estoy dudando, porque últimamente me planteo la pregunta universal que el hombre se ha hecho desde que existe, temiendo no encontrar respuesta. Y yo no la encuentro.

Sueño que tengo un revólver en mis manos y alguien me dice: si de verdad te da igual vivo que muerto, aprieta. Y yo, con movimientos lentos pero seguros, a la vez que el rostro inexpresivo, coloco mecánicamente el cañón del arma en dirección a mi cabeza, a este cerebro que tantos problemas y pérdidas de tiempo me da. Tan solo rozo mi nuca con el cañón. Con suavidad, con indiferencia. No hay furia contenida, ni rabia, ni respiraciones entrecortadas por el miedo a apretar tu propio gatillo. Y entonces lo aprieto. El percutor retrocede un poco, como el saltador que se prepara para lanzarse al aire y elevarse por encima de sus límites. Luego hay un clac y el percutor sale disparado en pos de una bala. Puedo ver cada fotograma de su movimiento. Puedo ver el momento en el que considera que tiene suficiente carrerilla y comienza a avanzar mucho más rápido de lo que retrocedía. Puedo ver cómo su acerada punta se introduce de nuevo en el arma, dispuesta a realizar su cometido. Y entonces...

Nada. Sin sorpresa, pongo el arma frente a mí y la observo. Nunca estuvo cargada. Sin embargo, ese alguien retrocede, como quien sí ha recibido un disparo, repitiendo: estás mal... Suena su teléfono. No, es el mío. No, espera, ese sonido no viene ni de él ni de mí.

Suena mi teléfono. Me despierto y lo cojo somnoliento. Ni siquiera miro quién es cuando respondo: "Oui? Excusez moi, je ne parle pas espagnol". Cuelgan.

Trato de recordar el sueño, cosa que siempre suelo conseguir, pero hay algo que me cuesta recordar. ¿Acaso siempre supe que estaba descargado? Desde el punto de vista de las sensaciones que sentía, aparentemente no.

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