El puerto oeste de Tuitusk. Un lugar no demasiado agradable ni a la vista ni al olfato. Tras haber malcomido durante unos días, allí estaba yo, haciendo tratos con el tabernero del puerto para que me dejara hospedarme a cambio de atraer clientela. Reticente al principio, aceptó cuando le propuse que le pagaría el doble si no doblaba su clientela en una hora. Aceptó el reto y me estrechó la mano, prometiendo comida y cama cada vez que lograra atraer a no menos de 30 hombres.
En el aburrido puerto, no tardé ni una hora en lograr llenar aquel local. Mis canciones jocosas y mis burlas a la alta sociedad hicieron mella en el desánimo general y pronto todos cantaban conmigo las pegadizas canciones que compás a compás iba inventando. Las cuerdas del laúd vibraban con velocidad y sus notas parecían reírse de mis propias mofas. Y así fue el día siguiente, y el siguiente...
Uno de esos días, hallábame yo sobre una de las mesas cuando, de pronto, el tabernero me gritó en un tono muy serio y cabreado. Al bajar de la mesa y preguntar los motivos, me señaló con la mirada al tipo bajito que había entrado. Un mensajero real... Me encogí de hombros y salí por la puerta segundos antes de que un tipo la atravesara, formando un enorme agujero en ella. El tipo bajito salió, agarró al pobre pescador y lo arrastró dentro de nuevo como si arrastrara una bolsa de paja. Alcé una ceja como muestra de sorpresa y continué mi camino hacia el puerto.
A mis agudos oídos llegó el murmuro de una diubinde sorbiendo el espíritu de algún desgraciado. Escoria antisocial... Cuando acabó su festín, me dirigió unas despectivas palabras que no me agradaron demasiado. Sin intención de amilanarme, devolví las palabras con el mismo desprecio. Sin embargo, pese a que mis palabras fueron lanzadas con sumo desdén, mis ojos examinaron la atractiva figura que ante mí se mostraba desafiante e intimidatoria. Una figura apetitosa en una mente llena de lujuria y banalidad. Aquella figura se percató de lo que mis ojos dijeron y mis labios callaron, y se acercó a mí, midiendo sus palabras con afilada precisión seductora. Besó mi mejilla casi con ternura y se dio media vuelta, dispuesta a irse.
Mi respuesta fue mucho menos sutil, volviéndome hosco y agresivo con ella. Y una vez más, aquella diubinde hizo muestra de frialdad y me acalló, indicándome que si quería acompañarla fuera menos ruidoso. Normalmente aquella propuesta habría sido rechazada de plano, pero sus ojos provocaban en mí un extraño hechizo... Acallé los gritos de mi fuero interno y me dejé guiar por aquella misteriosa, exótica y atractiva mujer.
Unas dos semanas después (a juzgar por mi barba), desperté en el Bosque de la Soledad (el cual reconocí porque no era mi primera vez en él y conocía la vegetación y el clima). No recordaba nada, y aún sigo sin recordarlo...
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