lunes, 25 de abril de 2011

1. Nacimiento y crecimiento.

"Décimo tercer día del cuarto mes del año 5883. Empadronamiento del hijo varón de Naridie Naxela. Padre desconocido. Nombre completo para el recién nacido: Red Naxela". Estas eran las pocas palabras que recuerdo de mi acta de empadronamiento, certificada el mismo día de mi nacimiento. La encontré cierto día de mi octava primavera. Jugaba a escalar el armario de mi madre, abrí un cajón y dejé de ser el hijo de un héroe desconocido que murió en la guerra para ser un hijo de... de nadie. En aquella temprana edad no lo entendí, y por más que pregunté a madre, ella no quiso responder. Finalmente, dejé de preguntar, al percatarme durante una cena de que madre había llorado. Decidí que ya lo entendería cuando fuera mayor...

Y ciertamente, lo entendí. Una madre debe alimentar a sus hijos, al precio que sea, aunque eso implique vender su dignidad. Pero si algo bueno tuvo aquello, es que mi madre era buena. No sólo eso, era la mejor. Conseguía que cada cliente se enamorara de ella y la cortejara con regalos. Algunos, de menor rango social, trataban de ganarse el favor de mi madre enseñándome sobre las artes en las que eran diestros. Así fue como, desde muy temprana edad, aprendí a defenderme con espada y a puñetazo limpio, aprendí a leer, a escribir e incluso a descifrar códigos. Otros hombres me enseñaron las matemáticas y aprendí rápido a realizar complejos cálculos. Con 14 años ya poseía más conocimientos que el aldeano medio. Sin embargo, aunque apreciaba enormemente todo ese saber y tenía constancia de su gran utilidad, lo que realmente agradecí fueron las enseñanzas de un dicharachero y borrachuzo bardo que me instruyó en el arte del tiro con arco, el lanzamiento de cuchillos, el hurto, el engaño, el espionaje y, por supuesto, la canción, la poesía, el laúd y la apreciada libertad. También me enseñó a alcanzar un estado de ebriedad en el que la mente se libera y se piensa con más claridad, pero eso son otras historias.

Pasó con nosotros tanto tiempo que empecé a pensar que madre también gustaba de su compañía. Sin embargo, él nunca nos dijo su nombre. Por otro lado, también tomaba largas temporadas viajando y sólo lo veía en nuestra casa, como si en ella residiera, por periodos de 2 o 3 meses. En cualquier caso, mi habilidad innata para el aprendizaje me permitió adquirir todos los conocimientos que un viajero como él podría enseñarme en los 5 años que "estuvo con nosotros". En mi vigésimo solsticio de verano, aquel hombre al que casi consideraba mi padre, se despidió dramáticamente de mi madre, diciéndole al oído frases de amor que yo había escuchado en algunas de sus actuaciones, pero con un sentimiento que jamás imaginé que un hombre podría expresar con palabras. Entonces se me acercó y me regaló su laúd, alegando ante mi atónita negativa que no sólo era un laúd viejo, sino que él podría seguir cantando sin laúd y ganarse el dinero para comprar otro. Finalmente, acepté y el bardo saltó sobre el carromato que le esperaba, como siempre. Con el laúd en mis manos, comprendí que aquella sería la última vez que le viera. Una lágrima se deslizó por el rostro de mi madre cuando la carreta que llevaría a mi pelirrojo maestro a la ciudad hubo desaparecido en el horizonte. Pasé un brazo por sus hombros y la apreté contra mí, para recordarle que no se quedaba sola, ella se volvió, desmoronándose, y lloró en mi pecho como si fuera sólo una niña menor que yo.

Por desgracia, e irónicamente, el que se quedó solo fui yo. Días después de la marcha del bien llamado bardo, mi madre enfermó y murió cuando yo contaba 21 años recién cumplidos, 10 meses después. En cierto modo fue un alivio, pues los estertores, la tos y las fiebres la hacían sufrir demasiado, últimamente. Ya no se levantaba de la cama y casi le costaba parpadear, y yo sufría por ella. Así que cuando la vida la hubo abandonado y la embargó esa quietud inerte repleta de paz que ni el mejor actor puede interpretar, sentí que mi corazón lloraba, pero mis ojos no derramaron lágrima alguna. Al fin disfrutaría del descanso eterno, tras tanto sufrimiento.

A partir de entonces, tuve que ganarme el pan realizando el único oficio que se me había enseñado: artista callejero. No era excesivamente bueno, pero me defendía lo suficiente como para que las damas se ofendieran ante mis desvergonzadas letras (para risas y aplausos de los hombres) o se sonrojaran las mozas con mis engalanadas palabras decoradas con notas de lujuria (para disgusto de los mismos hombres). Mi vida se convirtió en un viaje continuo. Un mes de medias comidas y estómago quejumbroso me valió para ahorrar lo suficiente para un buen arco, de madera resistente, que duraría unos años si no lo trataba mal. La espada la robé en una taberna. La puerta de una de las habitaciones estaba entreabierta y vi la armadura de un soldado tirada en el suelo, arma y escudo incluidos. El señor y dueño de aquello estaba un metro más allá, cabalgando a una dama que más anunciaba que gemía su gozo. Fue tan simple que sentí desperdiciadas todas mis habilidades picarescas. Por supuesto, me aseguré de comprobar de forma exhaustiva que aquella espada no contenía nombre, inscripción o forma alguna de reconocerla. Una espada de lo más simple.

Y así llegué hasta el día de hoy, con un laúd, una espada, un arco y 20 flechas que procuraba recuperar después de usadas, pues comprar flechas me supondría un día sin comer.

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