miércoles, 3 de septiembre de 2014

Musas.

Se mueve como un retazo de papel agitado por el viento, como se agitan las suaves sedas de las musas al son de la brisa matinal de un día de primavera. Se me escapa suave entre los dedos y la observo alejarse conteniendo la respiración. La pierdo para siempre.


No.

Vuelve.

La atrapo y la retengo contra mí durante el tiempo justo para respirar su aroma, hasta que vuelve a deslizarse, escapando de mi abrazo para desaparecer. Durante una milésima de segundo en la que el tiempo se detiene, mi corazón queda en suspenso incapaz de recordar qué estaba haciendo hasta entonces. Una milésima eterna. La busco y la encuentro detrás de mí, con una sonrisa que me hace olvidar el pánico de instantes atrás. Todo vuelve a funcionar.

Ella corre y yo detrás, arrastrado por su encanto. No puedo dejar de mirarla mientras sonrío embelesado. Ni siquiera miro por dónde piso. Ella me guía y tira de mí cuando me quedo atrás, me lleva a algún lugar desconocido. No he querido preguntar. Seguro que es el paraíso.

Es voluble y enigmática. Incomprensible en su totalidad y gusta de torturarme con sus silencios, pero yo me dejo. Me dejo porque es voluble y enigmática, incomprensible en su totalidad y gusta de torturarme con sus silencios. Y eso me gusta.

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