jueves, 9 de febrero de 2012

Yo qué sé...

    El calor que la tarde de agosto ha dejado en mi habitación parece verse mitigado por la brisa que entra por la ventana en esta noche de luna llena y estrellas brillantes. Silencioso, escucho la vida a mi alrededor.

    De fondo a mis pensamientos, una lenta música, que una amiga muy querida tuvo a bien de mostrarme, susurra, casi, la historia de la Dama Blanca. Un poco más al fondo, escucho los ruidos de la noche, que se cuelan por la ventana abierta. Todavía más al fondo, intuyo, ahora sí, tu respiración.

    Tus labios entreabiertos dejan escapar el aire, que con su suave sonido se queja de tener que dejarte. Yo también me quejaría... Yo también me quejo, a decir verdad. Tus párpados permanecen cerrados, pero no duermes. Solo esperas. Esperas a que el tiempo pase, a que pase el tiempo, a que pase lo que tenga que pasar. Pero no pasa. Continúas tumbada y comienzas a impacientarte. Yo me limito a observarte, sentado a tu lado, sonriendo, consciente de que pronto abrirás los ojos con una mezcla de reproche y ansia porque sabes que estoy jugando.

    Sin embargo, prefiero que tus ojos permanezcan cerrados. Me inclino sobre ti un poco más, acercándome lo suficiente para que tus labios tiemblen con imperceptible nerviosismo cuando ya notan el calor que desprenden los míos. Procuro respirar quedo, tratando de ocultar mi cercanía. Tu respiración parece más forzada, ¿acaso estás conteniéndote? Sabes que no me importaría que dieras rienda suelta a tus anhelos, pero agradezco que me dejes jugar un poco más. Como recompensa, mis labios dejan un suave roce sobre los tuyos, que rápidamente me buscan, pero ya no estoy.

    Entonces, entreveo en ti la intención de abrir los ojos para buscarme y recuperarme, así que tapo tus ojos con la mano derecha, recordándote las normas. Sonríes, pues con tu jugada me has robado una caricia. Sonrío, pues te he regalado una caricia. Aprovechando la situación, deslizo la punta de mis dedos por tus facciones, pasando por tus mejillas, tu boca, tu barbilla... La cual, en un momento de flaqueza, sostengo livianamente para plantar un beso en tus desesperados labios.

    Noto el nerviosismo en ti y temo que estalles en un arrebato de ansia reprimida que rompa la magia, así que, sin separar mis labios de los tuyos, la misma mano que rozaba tu barbilla se deja caer sobre tu pecho, arrastrándose hasta tu cintura. Abres tus piernas en una clara invitación, y yo paso una pierna entre ellas, apoyándome en mi brazo izquierdo para no dejar mi peso sobre ti mientras mi mano derecha sigue haciendo surcos en tu cadera con la punta de los dedos.

    Pero es demasiado tarde para contenerte, y unas pocas caricias no son suficientes. Muerdes mi labio y tiras de mis caderas, removiendo tu cuerpo bajo el mío en un reflejo de tu nerviosismo, ese nerviosismo que nos electrifica cuando sentimos una alegría inmensa, o un gran placer. Tu piel se desliza contra mi piel con suavidad mientras compartimos nuestro calor corporal. Una de tus manos, que aferraba mi espalda en un intento de acercarme más a ti, recorre el corto camino hasta mi vientre, y de ahí desciende, provocando una exhalación placentera que no consigo reprimir del todo. Te devuelvo el mordisco.

¿Continuará?

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